La vuelta al mundo [Evan Rosier y LIBRE]

Volvía de Egipto. Botas manchadas de tierra y polvo, camisa que parecía ya marrón, chaqueta desgastada y cinturón repleto de herramientas. Sonrisa interna y a disfrutar del show. Los duendes no paraban de murmurar entre sí y mirarme con gesto de reprobación, ¡qué geniales criaturas eran! Cuánto disfrutaba yo tamaño momento. Eso y cobrar era la mejor parte de volver al banco tras las excavaciones.

No podía parar de preguntarme cómo estaría Nymphadora y qué cara pondría al verme. Había estado fuera tres meses esta vez y a Andrómeda no le había gustado nada. Ella pensaba que la beba podría olvidarse de mí y perder lazo con su padre. A mí me resultaban sandeces, ¿cómo podría romperse un lazo como el del padre e hija? Pero lo cierto es que luego de tres meses en la solitaria arena y de la rutinaria vida del excavador la idea había comenzado a calarme ¿Y qué si tenía razón? No me gustaba pensarlo, pero… amos, era mi trabajo, vivíamos de eso, ¿qué más daba? Además no podía imaginarme como el padre ejemplar, señor de su casa. Cuánto me gustaría que Meda entendiese eso, que compartiese, aunque sea al menos un poquito, esa necesidad de liberarme de cuando en cuando que, afortunadamente, mi trabajo me permitía.

Era curioso la cantidad de tiempo que se pasa en la fila de un banco sin que uno lo notase. Muy curioso cómo los segundos del reloj parecieran volverse inexactos y girar mucho más rápido de lo que debieran. Más curioso era aún darse cuenta del tiempo que pasó en otro mundo, en otro lugar y en otro tiempo, aunque se esté parado en este. El rostro de Evan Rosier apareció frente a mí. Todo el tiempo lo había tenido en frente, de espaldas, aguardando a ser atendido por la caja del bancó, al igual que yo. Se había dado vuelta, su transacción había terminado, cuando sus ojos y los míos se cruzaron, congelando las veloces manecillas del reloj y transformándolas en pesadas agujas de hierro, que parecieran necesitar la ayuda de mil hombres para moverse al menos un milímetro. Inhalé aire lentamente y alcé la cabeza adoptando un gesto altivo, desafiante, como era mi costumbre. Esperé unos momentos antes de avanzar un paso hacia la caja. Entonces…

Rosier me dedicó su venenosa voz, con sus venenosos gestos e intentó picarme con su venenosa lengua. Suerte que ya estaba muy curtido de serpientes y me parecían más mascotas pintorescas que animales salvajes. -A la mierda, Rosier –me cansaban los jueguitos. Me cansaban las huevadas de los ricos, creyéndose dueños de las palabras. Hijos de puta. Ni más ni menos. Y no porque fuesen sólo basuras humanas, literalmente también eran nacidos de putas… porque no había ni una sola mujer ricachona que conociese que no lo fuera. -Me imagino lo preocupado que estás por Andrómeda –repliqué con el tono sarcástico que mejor me salió en el momento. Aunque, a decir verdad, casi peco de cínico.

La rabia me recorría el cuerpo. No podía evitar ver a ese hombre y no sulfurarme. De hecho, venía conteniéndola desde que había pisado Inglaterra de nuevo. Todo cambiaba tanto y tan rápidamente. Esos puristas malnacidos estaban dominándolo todo. Incluso ahora no se podía ir a Gringotts tranquilo, la gente, ni hablar de Rosier, observaba con despectivas miradas a los que no conocían de una fiesta aristocrática previa. A partir de estos momentos, todo lo que quedaba por ser era purista o traidor. Ya no había más posibilidades. Todo se había vuelto un gran vacío donde todo (tanto el lugar del purista como el que no) era ocupado por ese tal Voldemort. Lo ocupaba todo, estaba en las mentes de todos. Era una plaga, un cáncer, un tumor.

¿Vas a contar el dinero o a lamerlo? Cualquiera de las dos opciones me parecen muy probables, tengo curiosidad –las palabras salieron de mi boca como escupidas por algún ser que no era yo. Salieron agridulces, frías, elocuentes y con la brutalidad de una aplastante verdad. Venenosas, como Rosier, pero crudas como yo. Por dentro supe que había cometido un error. Pero me importaba muy poco, estaba harto de todo esto. Estaba harto de los estigmas y más de los que caían sobre mi mujer y mi hija. Rosier llevó su mano a su bolsillo y me preparé enseguida metiendo la mía en el bolsillo donde guardaba mi varita. Pero, en vez de eso, sacó su llave de su cámara bancaria. Rayos, había caído en su estúpida trampa. Me importaba poco, al menos me había dado la excusa para dejar mi mano en mi bolsillo y tener la varita más a mano, por si algo sucedía. Aunque sabía bien que Rosier no se animaría a hacer nada dentro de Gringotts…